El
niño, Tomás, era de esos que, por tanta televisión, dejaron de imaginar. Llegó
a la fiesta de Jaimito, el vecino, acompañado de sus padres, lo cual no era la
idea que tenía de un sábado productivo. Podía soportar tener que vestir las
prendas elegidas por su madre (que nunca eran de su gusto), el corte de cabello
en forma de champiñón (también obra de su dulce madre) y tener que sonreír
forzadamente ante las demás personas pero tener que convivir con niños bobos
era demasiado. Tendría que dejar de ver su programa preferido y leer
complicados libros muy fuera de su entendimiento.
Para
la no muy grata sorpresa de Tomás, había un payaso que organizaba juegos con
los demás niños, quien se sintió atemorizado por la dura mirada que le lanzó
Tomás al percatarse de su presencia. “Ni se te ocurra tratar de incluirme en
tus tontos juegos”, era el significado de dicha expresión. Para colmo, los
demás niños aseguraban que los padres de Jaimito habían contratado un mago para
que hiciera su acto después de cortar el pastel. Para Tomás, el acto del mago
sería una oportunidad para entretenerse un poco. “Siempre puedo tratar de
desmentir sus trucos”, pensó para sus adentros. Ya lo había hecho en otras
fiestas, y siempre eran los padres de Tomás los que tenían que disculparse con
el mago agredido en cuestión. Hacía ya bastante tiempo que los padres de Tomás
habían dejado de esforzarse por hacer de su hijo una persona más cálida.
Después
de todo el ritual de cantar las mañanitas, impactar al pobre cumpleañero en el
más pobre aún pastel de tres leches, repartir entre los invitados la parte aún
comestible de dicho postre, pedir otro pedazo, repartir la obligatoria bolsita
de dulces a cada escuincle, por fin llegó la hora del mago. Tanto dramatismo de
dejarlo hasta el final debía de tener un propósito, pensó Tomás, así que se
unió a la media luna que formaron todos los demás niños invitados alrededor de
la tarima que serviría de escenario para el acto. El mago apareció surgiendo de
la cortina que servía como telón sin hacer ademanes ni expresiones sonoras a
las que los demás magos de fiesta nos tienen acostumbrados. Su vestimenta
podría catalogarse de estándar entre los practicantes de su profesión, pero la
verdad es que tenía un toque peculiar, que Tomás no pudo identificar al momento.
De súbito, el mago se presentó. “Es verdad que me han llamado de muchas
maneras, pero todos me conocen como Harmann”. Se paseó lentamente por el
escenario, observando las caras de los niños que lo miraban. Hizo un ademán
como de rezando un padrenuestro, y cientos de luciérnagas empezaron a salir de
sus mangas, los bolsillos de su frac, el orificio de sus oídos, sus fosas
nasales, hasta de su boca. Las luciérnagas empezaron a rodear al asombrado
grupo de niños, entre ellos Tomás, quien enojado veía algo que su mente no
podía explicar de manera inmediata. Las luciérnagas empezaron a iluminarse
coordinadamente, haciendo una especie de marquesina natural. Una hilera empezó
a separarse del grupo, danzando como una serpiente al ritmo de la flauta, y
Tomás vio con cara de auténtica sorpresa que se dirigía hacia él. Formaron un
collar alrededor de su cuello, y Harmann sólo dijo “Tú”. Un impulso ajeno a
Tomás hizo que se levantara y caminara hacia el escenario. Al estar al lado de
Harmann, las luciérnagas que acompañaron a Tomás volvieron a unirse a las que
formaban la marquesina. “Mis luciérnagas tienen la cualidad de reconocer a sus
hermanas”, dijo Harmann. “¿Hermanas?”, pensó Tomás; ¿qué querría decir con eso?
Harmann continuó: “Todas ellas fueron alguna vez niños que dejaron de creer en
las cosas inexplicables que nos rodean.
Ahora pasan su tiempo iluminando a aquéllos que sí creen”. Tomás sintió
el terror por todo su cuerpo, quiso correr pero sus piernas no respondieron. Ni
siquiera su voz, ni siquiera su boca quiso obedecer la orden de abrirse y
gritar. Volteó a ver a sus padres, pero ellos no se inmutaron. Harmann sacó un
frasco lleno de un líquido que brillaba tenuemente, como la luz de las
luciérnagas; vertió tres gotas en la cabeza de Tomás y pronunció “Proyecta la
luz que decidiste no ver más”. Un instante después, había un punto luminoso
intermitente donde antes estaba la cabeza de Tomás. Se había convertido en
luciérnaga. Las otras que rodeaban a los demás niños rompieron el claustro de
luz para unirse recibir a su nueva compañera. Todas regresaron al interior de
Harmann, terminando la velada. Los padres tuvieron una hija un par de años
después. El sol reflejado en su cabello les recordaba al brillo de Tomás y sus
compañeras luciérnagas.
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